viernes, 29 de marzo de 2013

El cuchillo de Ortiz


"Una vez andaba yo a caballo por el camino yendo a Ortiz a hacer una inspección con el jefe civil del pueblo. El viaje desde la capital había sido largo y complicado (aunque tuve la dicha de usar el novedoso ferrocarril hasta la localidad de Cagua) y aquel último trayecto no me quedó más remedio que hacerlo a lomo de aquel bonito alazán, situación a la cual no estaba muy acostumbrado. Muy a mi pesar, el tiempo que llevaba viajando de esa forma (ya con aquel, dos días) me había quedado bastante claro que no había forma en que hubiese podido andar esa vía, dadas las condiciones en las que se encontraba, en ningún tipo de carruaje. Había salido esa misma mañana muy temprano desde San Juan y el sol al mediodía, antes de caer por mi derecha, me hacía escocer la nuca y los brazos. Ya había bebido todo el contenido del odre de agua con el que me había equipado para realizar el trayecto.

Levanté la mirada y noté a un hombre sentado a la sombra sobre las raíces de un  Bucare en flor. Intenté ignorarlo pero mi vista quedó clavada en el cuchillo que tenía en la mano y en la forma en que jugaba con aquel al moscar un trozo de madera. Se detuvo y me vio viéndolo, se rio con una mueca un poco fea. Era más viejo de lo que inicialmente pensé, con las arrugas del pellejo curtidas por el sol que debía haber sufrido toda su vida. Me llamó con un gesto del brazo e inevitablemente torcí el rumbo hacia él, me apeé y me acerqué con el caballo a la cándida sombra del árbol. Hube luego de arrepentirme de esto. El suelo cubierto de naranja, al pisar las flores se desprendía un olor agradable, como el de la tierra antes de la lluvia. El anciano se levantó no sin esfuerzo y tomó un bastón, que no había notado hasta entonces, apoyado en el tronco. Se acercó muy serio con el cuchillo en la mano; debió notar mi cara de susto porque en seguida volvió a mostrar aquel gesto desdentado que asumí como una risa. Me dio el cuchillo y me dijo con aspecto súbitamente lóbrego, claramente lo recuerdo: “Toma este puñal. Si quieres vivir, volver del pueblo de Ortiz, clávalo en el corazón del cura dentro de la iglesia y luego ofrécelo al Señor en el altar”.

El viejo volvió a enseñarme por última vez los cinco dientes visibles que le quedaban en la boca, se dio la vuelta y volvió a sentarse a los pies del árbol. Esta vez ponía tranquilamente sus pequeños y vítreos ojos oscuros en el camino. Yo, pasmado por el miedo que me habían infundido esas inesperadas palabras, no percibía el rústico mango de madera de la daga en mi mano. Cuando volví a tener suficiente control sobre mi cuerpo busqué al caballo y regresé al caminó. Di un último vistazo al viejo y manejaba ahora una idéntica navaja a la que me había obsequiado, lastimando una vez más al trozo de madera. Anduve el resto del viaje al paso más rápido posible.

Llegué al pueblo a media tarde, busqué desesperadamente al jefe civil, única persona que esperaba mi llegada. Nada, el hombre había salido a un hato cercano para hablar con el respectivo dueño, y yo había de esperarlo hasta el final de la tarde. Caía más y más el sol, me acerqué a un pequeño expendio de licores, una tabernita, que había a una calle de la plaza. Bebí algunos vasos de ron buscando calmar la angustia, pero no hubo forma de tranquilizarme. Un sentimiento opresivo se había apoderado de mí y tuve la certeza de que este no desaparecería hasta que cumpliera la misión que me habían encomendado esa tarde. Sentí la hoja en mi chaleco (ese innecesario chaleco, para nada adecuado al clima de la región), como separaba algunas fibras de la tela. Pagué los tragos y me dirigí a la plaza, a la iglesia. Iba con paso firme, decidido a acabar con esto de una buena vez; que me metieran preso, que tuviese que huir de aquí a toda velocidad de nuevo hacia la capital, o mejor, hacia La Guaira, huir a las Antillas, a Jamaica, a México, a cualquier sitio, pero quería vivir y vivir libre. Entré en la iglesia y allí estaba el cura, tan anciano como aquel que había solicitado su deceso. Estaba hablando con otro hombre: no importaba, saqué el cuchillo y me acerqué. Cuando estuve a punto de perpetrar el homicidio, noté que se daba vuelta el otro. Escondí presuroso el arma, temiendo ser descubierto por mis víctimas. Al terminar de darse la vuelta lo reconocí: era el jefe civil (ya me había reunido con él en la capital).

No pude sino saludarlo cordialmente, como si nunca hubiese pensado en asesinarlo anónimamente. Me presentó al cura: era el padre Santiago. No pasé mucho más tiempo en la iglesia, el jefe civil me llevó a su casa, en la cual cené. Me presentó a su hija, en aquella época una hermosa joven de ondulante cabello castaño, ya cercana a la mayoría de edad. Pronto comenzó a hablar del tema que me trajo al pueblo y al instante retomó fuerzas el pavor que me infundía mi deber de matar al cura. Decidí no cometer aquella locura a la que me había empujado un completo extraño en una tierra desconocida para mí.

Fue así como quedé atrapado en Ortiz. Conseguí un trabajo como secretario en la jefatura. No mucho después desposé a Rosa Elisa, la hija de mi nuevo patrón. Renuncié a una prometedora carrera como burócrata en la capital, a un matrimonio más provechoso, a un clima menos inclemente. Todo por miedo, por un absurdo miedo a las breves palabras de un anciano que hace ya mucho tiempo que debe haber muerto. Aquí está el cuchillo, ahora es tuyo. Tómalo y clávalo en el corazón del cura en la iglesia y luego ofrécelo al Señor en el altar. "
Iván Skroce.

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