Conversábamos lentamente,
casi con cierta cantidad de gracia.
Ella podía recitar todos los poemas que existían sin inmutarse,
yo apenas podía ser ambigüo.
Y no es que ella leyera más poemas que yo,
sino que hablaba con la gracia con la que lo hacía un poeta.
Y no es que ella hablase como poeta,
sino que a mis ojos era una poeta.
Cada palabra que decía, sonaba con la más sutil hermosura.
Y cada palabra que decía resultaba dulcemente interesante.
Ella y yo hablábamos lentamente, con cierta cantidad de gracia.
Y quizás yo no con tanta gracia, pero gracias a ella parecía hacerlo.
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